sábado, 8 de julio de 2017

Reseña: Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el Terror en Colombia de Maria Victoria Uribe Alarcón.

Waili Tatiana Gamboa Martínez.

Maria Victoria Alarcón estudió antropología, tiene una maestría y un doctarado en Historia de la Universidad Nacional. Las masacres y sus efectos simbólicos sobre la población ha sido uno de sus temas más reiterados, investigadora por muchos años del Cinep, actualmente se desempeña como Directora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia, ICANH.[1]

Maria Victoria se ha dedicado a estudiar un fenómeno que ha sido recurrente en la historia reciente de Colombia: el asesinato colectivo de personas desarmadas e indefensas a manos de grupos armados.  Ella, divide este trabajo en dos partes, la primera, hablando del periodo de La Violencia, y el segundo ubicándolo en el siglo XX, haciendo un paralelo entre los dos periodos.

Las masacres en el periodo de La Violencia María Victoria las entiende como actos sacrificiales, con tres fases claramente definidas y una serie de rasgos que son peculiares al sacrificio. “El primero de ellos, es el porte de vestimentas especiales por parte de los autores de los hechos, mientras cometen los actos sangrientos. El segundo, es la utilización de determinadas palabras, generalmente soeces, que tienen por objeto degradar a las víctimas. Por último, el empleo que hacen los autores de las masacres de determinados alias o apodos con los cuales encubren la identidad que les otorga el nombre de pila”.[2]

La Violencia fue una guerra irregular que no tuvo caudillos, ni ideales y durante la cual se ejecutaron incontables masacres en las áreas rurales. La Violencia fue, en términos del historiador Marco Palacios, “el ámbito propicio para el surgimiento de formas entreveradas de resistencia campesina, de bandolerismo nómada, de negocios lucrativos, de clientelismo y de agrarismo. Sin embargo, su efecto más dramático fue la degradación de los fundamentos morales de la acción política”.[3]

Un rasgo interesante del periodo era que no era la toma del poder o el cambio del sistema lo que inspiraba a los rebeldes sino la posibilidad de participación burocrática y de incorporación al aparato institucional, pues el aparato estatal e institucional en Colombia se fue construyendo de una manera muy desigual, consolidándose en la región andina central y en una porción de la costa y de las llanuras del Caribe. Por fuera, y a la deriva, quedaron una serie de territorios periféricos.

Los cerca de doscientos mil muertos que dejó La Violencia de mediados del siglo XX fueron en su inmensa mayoría habitantes pobres de las zonas rurales, católicos que iban a las mismas escuelas, frecuentaban los mismos espacios de sociabilidad y reconocían la misma bandera y, lo más importante, pertenecían al mismo estrato social. Es decir, tenían relaciones cercanas pero estaban esencialmente separados. Pécaut consideraba que “las divisiones partidistas no eran más que el argumento aparente de una fragmentación radical de lo social”.[4]

Entonces, haciendo un repaso podemos decir que, desde comienzos de la década de 1950, familias campesinas liberales y comunistas se declararon en contra del régimen conservador. Tomaron las armas con el fin de colonizar algunos parajes selváticos que después fueron nombrados por  dirigentes conservadores como “repúblicas independientes” que fueron atacadas militarmente durante el gobierno conservador de Valencia en 1964 y sus sobrevivientes dieron origen, unos años más tarde, a la guerrilla marxista de las FARC.

Los grupos insurgentes colombianos surgieron como manifestación armada de discrepancias y enfrentamientos con un Estado que nunca estableció alianzas fuertes con los campesinos y que solo logró distribuir entre estos un porcentaje muy bajo de las tierras disponibles. Sin embargo, aunque el objetivo inicial de los grupos insurgentes fue la destrucción del orden social dominante y del Estado que lo sustenta, la imposibilidad de lograr dicho objetivo en un mediano plazo, se convirtió la lucha armada en una opción.[5]

En Colombia se pueden distinguir tres tipos de cuadrillas bandoleras. El primer tipo corresponde a las cuadrillas grandes que tenían gran capacidad de movilización y amplia cobertura, contaban con el apoyo de los campesinos en sus áreas de influencia y su grupo eran orientados por una identidad bipartidista, sus motivaciones principales eran la venganza y la eliminación física de los adversarios políticos. Los ejemplos más representativos de este tipo de cuadrilla fueron algunas de filiación Liberal como las lideradas por "Chispas", “Desquite” y "Sangrenegra". Entre las de filiación Conservadora se destacó la de Efraín González. Un segundo grupo lo conformaron algunas cuadrillas pequeñas, con una cobertura espacial restringida y originadas a partir de conflictos entre veredas vecinas y contrarias, contaban con el apoyo de algunos hacendados y políticos locales. El tercer tipo fue el de bandas pequeñas, integradas por unos cuantos individuos dedicados indiscriminadamente al pillaje, al robo y a cometer todo tipo de atropellos contra los campesinos.[6]

Los integrantes tenían diferentes funciones,  entre estas cabe destacar la del “campanero”, el que avisaba a los demás miembros de la cuadrilla cualquier. El “cuidandero” no participaba en los hechos de sangre, se quedaba en un lugar apartado cuidando las vestimentas de los bandoleros. Sin embargo, para Maria Victoria Uribe quien desempeñó la función mas importante fue el “sapo” quien servía como delator.

Entre 1949 y 1953, la policía “chulavita” llevó a cabo numerosas masacres que se caracterizaron por su sevicia y crueldad. Con el correr del tiempo, serían adoptadas por los bandoleros Liberales y Conservadores. Dentro de las tácticas utilizadas por estos policías para exterminar a los campesinos Liberales se pueden mencionar el chantaje, las golpizas públicas con la parte plana del machete, conocidas como aplanchadas, los cortes y mutilaciones corporales, el incendio de casas, parcelas y animales domésticos y los mensajes anónimos amenazantes.

Maria Victoria Uribe, también hace una reflexión con respecto a la alteridad, identidad y simbolismo y dice: “Durante La Violencia, la identidad política tanto de Liberales como de Conservadores fue un asunto de antagonismo y no de contradicción o de oposición entre ellos. Tanto los unos como los otros no lograban su identidad consigo mismos sino a partir de la destrucción del Otro”.[7]

Durante La Violencia el enemigo era un extraño y al mismo tiempo era un conocido, era alguien que vivía muy cerca y del cual se estaba irremediablemente separado por una calle, un barranco o un río.

Los campesinos de La Violencia no concebían a sus enemigos como algo definitivamente diferente de los animales, y a la hora de matar tampoco diferenciaban a la víctima del animal. Al asignarle al Otro una identidad animal se lo estaba degradando para facilitar su destrucción y consumo simbólico.

Los símbolos tenían una fuerza notable, al igual que ciertas palabras que eran proferidas en ocasiones especiales por Liberales y Conservadores. Para los campesinos Conservadores lo político y lo religioso estaban íntimamente ligados y esa ligazón se materializaba en un color específico, el azul el color de la virgen de la Inmaculada Concepción, el color del Partido Conservador, del cielo y uno de los colores de la bandera nacional. “En cambio los Liberales, que también eran católicos, no asociaban la simbología partidista con la religiosa. El rojo que los identificaba también hacía parte de la bandera nacional. Tenía otras asociaciones pues los Liberales eran considerados revolucionarios y ateos por los Conservadores”.[8]

Las guerras internas en Colombia no han sido guerras regulares pues estas se han caracterizado por los ataques sorpresivos, generalmente nocturnos, durante los cuales los grupos armados atacan por sorpresa y matan a sus víctimas para luego replegarse a las montañas. Los procedimientos comunes de tales ataques han sido actos de extrema barbarie entre los cuales se pueden mencionar las masacres, las mutilaciones corporales, las violaciones y la tortura. Las masacres fueron prácticas comunes en dichas guerras y estuvieron acompañadas por todo un repertorio de actos atroces.[9]

En las masacres hay un simbolismo que estudia Maria Victoria Uribe Alarcón, por ejemplo, los cuadrilleros decapitaban al muerto porque éste quedaba con los ojos abiertos y según ellos ahí todavía estaba vivo, también lo descuartizaban, para dejarlos “bien muertos”.

“El cuerpo humano fue sometido a una serie de transformaciones que se efectuaron con instrumentos cortantes como cuchillos, puñales y machetes. Los cortes practicados a los cadáveres alteraron completamente la disposición física de las diferentes partes del cuerpo de las víctimas”.[10]

Durante las décadas finales del siglo XX, Colombia se convirtió en un país fundamentalmente urbano, concentrando el setenta por ciento de su población en las ciudades. Esa misma proporción poblacional fue la que predominó en las áreas rurales durante la época de La Violencia. Los procesos de modernización, la expansión de la cobertura educativa, la promulgación de la Constitución de 1991 que abrió nuevos espacios políticos, y la globalización de las telecomunicaciones, contribuyeron a diluir en la mentalidad de los colombianos las identidades políticas bipartidistas que había prevalecido casi sin modificación hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX.[11]

Pero ni las grandes movilizaciones de la sociedad civil, ni la inclusión política de nuevos grupos sociales, ni los proyectos de reforma institucional que introdujo la Constitución de 1991, lograron revertir las dinámicas de la violencia. A partir de la década de 1980, el narcotráfico hizo su aparición en la vida nacional, contribuyendo a fragmentar aún más el territorio nacional.

De acuerdo con el historiador Marco Palacios, “el territorio colombiano se encuentra profundamente escindido. Por un lado, está el país urbano moderno constituido por las grandes ciudades que, a manera de islas, proveen cierto bienestar. Allí se ejerce la ciudadanía y existe gobernabilidad. En segundo término está al país rural tradicional que ha sido duramente impactado por la violencia insurgente y paramilitar. Allí siguen imperando las lógicas clientelistas del bipartidismo. El tercer país es el más devastado pues ha sido construido por sucesivas oleadas de campesinos colonizadores que fueron expulsados hacia las fronteras del Estado-nación y dejados a su arbitrio.”[12]

Para Maria Victoria Uribe la guerra de este siglo se mueve en dos planos.[13] El primer plano corresponde a la confrontación directa entre los grupos insurgentes, paramilitares y las fuerzas armadas. En esa confrontación, el Ejército trata de contener el avance de la subversión. Los fuertes golpes militares propinados por la guerrilla durante esa misma década, propiciaron el fortalecimiento de alianzas entre militares y paramilitares, delegando en estos últimos el trabajo de liquidar las bases sociales de la guerrilla. El segundo plano de la guerra lo protagonizan los grupos armados irregulares contra los apoyos reales o supuestos del adversario. “Valiéndose de los grupos paramilitares, los sectores más reaccionarios del establecimiento han liquidado de manera sistemática a defensores de Derechos Humanos, sindicalistas, militantes y simpatizantes de izquierda, líderes campesinos y a todos aquellos que presumen como colaboradores y apoyos logísticos de la guerrilla”.[14]

Los guerrilleros de hoy no son los de la década de 1950, y los paramilitares actuales tampoco son los “pájaros” de La Violencia. A pesar de las diferencias, los rasgos comunes son sorprendentes. Por ejemplo, los espacios donde ocurren las masacres contemporáneas siguen siendo rurales, y los actos siguen siendo atroces.
En este siglo, los asesinatos y las masacres, buscan consolidar territorios y definir fronteras entre los grupos armados que se disputan el control de extensas zonas del territorio nacional. Quedó atrás el arraigo partidista que se heredaba de padres a hijos y que polarizaba a Liberales y Conservadores en los pueblos, veredas y municipios. Ahora los habitantes rurales son asesinados porque son percibidos como apoyos directos o indirectos del bando contrario.

Bibliografía:

·         Biografías. Uribe, María Victoria. Biblioteca Virtual Biblioteca Luis Ángel Arango. Tomado de: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biografias/uribe-maria.htm el 17 de Septiembre del 2016.
·         CvLAC Maria Victoria Uribe Alarcón. Tomado de: http://scienti.colciencias.gov.co:8081/cvlac/visualizador/generarCurriculoCv.do?cod_rh=0000159271 el 17 de Septiembre del 2016.
·         URIBE Alarcon, Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el Terror en Colombia.



[1] 1. CvLAC Maria Victoria Uribe Alarcón. Tomado de: http://scienti.colciencias.gov.co:8081/cvlac/visualizador/generarCurriculoCv.do?cod_rh=0000159271 el 17 de Septiembre del 2016.
2. Biografías. Uribe, María Victoria. Biblioteca Virtual Biblioteca Luis Ángel Arango. Tomado de: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/biografias/uribe-maria.htm el 17 de Septiembre del 2016.
[2] URIBE Alarcon, Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el Terror en Colombia.
[3] Ibidem.
[4] Ibidem.
[5] Ibidem.
[6] Ibidem.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem.
[9] Ibidem.
[10] Ibidem.
[11] Ibidem.
[12] Ibidem.
[13] Ibidem. 
[14] Ibidem. 

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