lunes, 11 de julio de 2016

Reseña: La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa de Robert Darnton. Cap. III: Un burgués pone en orden su mundo: La ciudad como texto.

Waili Tatiana Gamboa Martínez.

“Robert Darnton (nacido el 10 de mayo de 1939) es un historiador estadounidense. Su énfasis está en la historia cultural (especialmente en la historia del libro y la lectura) y es reconocido como uno de los mayores expertos mundiales en el siglo XVIII francés.”[1]

En este capítulo, Darnton se introduce en la mente de un burgués del siglo XVIII apoyándose en un documento que es la descripción de Montpellier escrita en 1768 por un habitante anónimo de la clase media de esa ciudad[2], un burgués, pero no como lo entendemos hoy, sino como lo describían los diccionarios de la época, como un hombre de ciudad.

El autor parecía orgulloso de su ciudad y por eso describía cada centímetro de ella, por eso, para entrar a la conciencia de este autor de Montpellier Darnton se concentra en la manera en como son descritos los objetos que en ellos en sí, pues lo importante es ver la ciudad a través de su observador.

En Montpellier las cosechas eran buenas, los precios estables, y se trabaja a pequeña escala y la economía  a pesar de la expansión que hubo a mediados de siglo, la economía continuó siendo poco desarrollada.[3] El autor no sentía simpatía por los riesgos , aumento de producción o alguna “…actividad que surgiera un espíritu moderno de empresa”, pues claramente sus ideas sobre la economía eran bastantes conservadoras.[4]

Las familias más ricas dominaban la vida cultural y social en Montpellier, y la élite era un grupo pequeño en la que todos se conocían, pues la ciudad tenía pocos habitantes.
El autor en su descripción no empezó con la demografía, economía y después la estructura social y cultural, empezó escribiendo al obispo y al clero, continuó con las autoridades civiles, después por los diferentes “estados” de la sociedad y sus costumbres, la descripción como si fuese un desfile.[5]

El primer Estado (el clero) venia primero, empezando con varias órdenes religiosas donde incluían una hilera de niños huérfanos, esto, según Darnton era una demostración del compromiso de la ciudad de cuidar a sus pobres y una súplica a Dios, pues se pensaba que los pobres estaban más cerca de él.[6] Después venía una cruz forjada en oro y plata señalando la llegada del Obispo y del Santísimo.

Los cónsules que ocupaban los  más altos cargos  municipales de la ciudad marcaban el punto en la procesión donde se unían las autoridades civiles y religiosas.

Los otros funcionarios importantes de la ciudad continuaban la línea de marcha de acuerdo a su rango y dignidad. Primero venía el gobernador de la provincia, generalmente un noble de sangre real, después venían los ricos e importantes porque tenían autoridad sobre la mayor parte de cobros de impuestos. La procesión terminaba con una larga fila de funcionarios del juzgado menor o Présidial.[7] El autor describía como el color y la tela de los vestidos tenían que ver con la posición y los ingresos de quienes lo usaban.

El autor a estudiar describió a manera de desfile, porque estos eran muy común en la época porque expresaban el orden corporativo de una sociedad urbana[8] y enumeró todos los títulos , privilegios, ingresos y funciones que estaban inscritos implícitamente en el orden de la marcha. Sin embargo aunque el clero predominaba en las procesiones tenía muy poco prestigio antes los ojos de los observadores.[9]  

La riqueza y posición social no estaba estrechamente vinculado al código social, aunque en Montepiller los ciudadanos mostraban un especial respeto por la riqueza.

La descripción a modo de desfile no podía expresar los vínculos cambiantes del orden social por eso, el autor de Darnton cambia su narración por “estados”(primer estado: el clero; segundo estado: nobleza; tercer estado: resto de la población). Él, eliminó al clero, pues no consideraba que tuviese una influencia en los asuntos cotidianos, y elevó a la nobleza al primer estado.

El autor criticaba las exenciones de impuestos que gozaban los nobles, pero su tono no era combativo, elogiaba el carácter benévolo del gobierno. Este hombre no podía imaginar un cuerpo político compuesto por individuos que eligen representantes o que participaran en asuntos del Estado, pues él pensaba en términos de grupos corporativos.[10]

El autor creía que “la gente común es naturalmente mala, licensciosa, e inclinada a la rebelión y al pillaje”[11].

El autor le dedicó tiempo para describir las diferencias de lenguaje, vestido, habitos de alimentación y de diversión, volviendo su escrito en un tratado de costumbres y cultura, dando a entender además que la ciudad no se dividía en tres estados, sino que tenia dos polos hostiles: Patricios y plebeyos.[12]  

Al autor le escandalizaba la difusión de la educación en el tercer estado, según él porque iban a crecer los intelectuales y por ende habría menos producción, pero para Darnton la preocupación tenía que ver  con el miedo a que se perturbara las fronteras entre cada estado.

El autor de Montpiller simpatizaba con la Ilustración, estaba a favor de la tolerancia entre judíos y protestantes, la teología le parecía una especulación vana. Para Darnton, este escrito va más allá de la descripción, pues es una apología al modo de vida burgués.

Bibliografía:

DARNTON, Robert. La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. Fondo de cultura económica.
Robert Darnton. Wikipedia. La enciclopedia libre. Tomado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Darnton el 11 de Abril 2016.


[1] Robert Darnton. Wikipedia. La enciclopedia libre. Tomado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Robert_Darnton el 11 de Abril 2016.
[2] DARNTON, Robert. La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. Fondo de cultura económica. Pág. 109.
[3] Ibidem. Pág. 118.
[4] Ibidem. Pág. 131.
[5] Ibidem. Pág. 119.
[6] Ibidem. Pág. 120.
[7] Ibidem. Pág. 122.
[8] Ibidem. Pág. 123.
[9] Ibidem. Pág. 125.
[10] Ibidem. Pág. 133.
[11] Ibidem.
[12] Ibidem. Pág. 134. 

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